Viajar a ninguna parte
En la ciudad de Palma, donde yo vivo, corren ríos de viajeros que caminan tras un banderín o un parasol cerrado y alzado hasta el siguiente punto de encuentro. Se oyen muchas quejas sobre el exceso de turistas que circulan por la isla:
– Nos quejamos de los turistas que nos enriquecen – dicen unos.
– Pero debemos regular el turismo para no morir de éxito – responden otros.
– Algunos apuntan – todos somos turistas en algún momento.
Y a nadie le falta razón.
Aunque quizá la auténtica raíz del problema, la causa, sea que nuestra cultura occidental ha descubierto en el viaje, uno de tantos sucedáneos invisibles e intrascendentes para llenar el vacío del sinsentido de la vida cotidiana de tantas y tantas personas. Un sucedáneo convertido en un gran negocio: el de la “desconexión”.
Pienso que la realidad es muy otra, pues viajar encerrados en nosotros mismos al fin del mundo, no nos garantiza liberarnos de nada.
Quizá la solución al problema no sea la queja, y sí, pasar a la acción. Replantearse el significado, la forma y la finalidad del viaje es una magnífica manera de luchar contra un sistema que nos aborrega desde la más tierna infancia.
Hoy viajamos al menor precio posible, pero en la raíz de nuestra cultura mediterránea occidental el precio del viaje era el viajero. Recordemos a Parménides, padre de la filosofía occidental, quien nos deja ver en su Poema que el viaje era sinónimo de transformación y conexión, en forma de iniciación en los misterios. Se moría en vida para renacer renovado, para dejar de vivir en la superficie de uno mismo. De esta manera, uno se aseguraba una muerte física sin cargas de sucedáneos, deseos y apegos inútiles al Ser, cuando escapa de la Existencia.
Mucho han cambiado las cosas, pues cuando arrancas de raíz el pasado, el presente deja de tener sentido, se seca, y muere como una planta.
Ignacio Botella Ausina
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